La honestidad no se enseña con discursos, se demuestra con actos

Eduardo Rivera, columna, Conexión Global Eduardo Rivera, columna, Conexión Global

A inicios de 2025 en Japón ocurrió uno de los eventos de civismo más importantes del año. Durante casi 40 horas el sistema de peajes de la capital nipona colapsó y más de 900,000 autos pasaron sin pagar. Se trataba del primer fallo de este tipo desde la privatización de la Corporación Pública de Autopistas de Japón. Cuando se restableció el servicio nadie estuvo obligado a saldar el viaje, no había multas, ni cámaras, ni vigilancia. Sin embargo, 24,000 personas regresaron después para pagar. Lo hicieron por convicción, no por miedo. Eso es lo que separa a una nación funcional de una que vive justificando el desorden. 

En México, ese episodio sería imposible. Aquí no solo no pagarían, sino que algunos presumirían no haberlo hecho. No estamos hablando de tecnología, ni de economía, ni de política pública. Hablamos de educación, de valores y de una cultura que, desde hace décadas, confunde la picardía con la inteligencia. En Japón la honestidad es parte del ADN social; en México, la trampa se disfraza de ingenio. Esa podría ser la raíz de nuestro estancamiento.

Como empresario, lo veo todos los días. Hay gente brillante, trabajadora, capaz, pero que no entiende que la confianza vale más que cualquier contrato. Si en mi empresa un empleado se equivoca, lo resolvemos. Pero si miente, está fuera. Porque el progreso no se construye sobre la mentira. El día que en México entendamos eso, empezaremos a parecernos un poco más a Japón. No antes.

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Algunos pudieran culpar al gobierno, la pobreza, o la historia. Sin embargo, el problema es que como sociedad premiamos la trampa y castigamos la rectitud. El que paga sus impuestos “es tonto”. El que cumple las reglas “no se sabe mover”. Esa mentalidad nos cuesta millones, pero lo peor es que nos roba el respeto por nosotros mismos.

Los bloqueos que hoy paralizan las principales carreteras del país son una radiografía de nuestra descomposición cívica. No se trata de inconformidad social, sino de chantaje disfrazado de protesta. En cualquier país serio, interrumpir la libre circulación de personas y mercancías sería un delito que se castiga sin contemplaciones. 

Aquí, en cambio, se tolera, se negocia y hasta se justifica. Los camiones de carga se detienen, las exportaciones se retrasan y los turistas se desvían. México proyecta una imagen de caos que espanta a quien busca estabilidad. Ninguna empresa extranjera quisiera invertir donde las reglas se doblan ante el capricho de unos cuantos. No es un asunto de derechos, sino de orden. Y el orden no se discute: se respeta o se paga el precio.

Mientras Japón demuestra que la civilidad puede sostener un país incluso en medio de una falla técnica, México exhibe lo contrario: un sistema que puede funcionar, pero una sociedad que no quiere hacerlo. En vísperas del Mundial de 2026, ¿qué creen que pensarán los millones de visitantes por carreteras bloqueadas y autoridades paralizadas?

 Si no somos capaces de garantizar el libre tránsito, ¿cómo pretendemos garantizar seguridad, transporte y logística para un evento de talla global? El mensaje al mundo es claro: México no puede mantener el control ni sobre su propio territorio. Y en los negocios, como en los países, la confianza es lo que más cuesta ganar y lo que más rápido se pierde. 

O aprendemos a poner orden de una vez, o nos resignamos a seguir siendo el ejemplo perfecto de cómo un país puede tener todo para crecer, excepto la disciplina para hacerlo.

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