El reciente anuncio del Tesoro de Estados Unidos, en el que colocó a dos bancos mexicanos y una casa de bolsa en su lista de entidades relacionadas con el tráfico de fentanilo, despierta muchas más preguntas que certezas. La gravedad de la acusación contrasta con la ligereza del procedimiento: no hay evidencia presentada en público, no hubo notificación previa a las instituciones señaladas ni un intento real de colaboración con las autoridades mexicanas.
Más allá del golpe mediático, lo que preocupa es la falta de protocolo. Si de verdad se tratara de una acción en defensa del sistema financiero internacional, ¿por qué no activar los canales de cooperación habituales? ¿Por qué no compartir pruebas? El riesgo es que esto no sea una cruzada por la justicia, sino una jugada política que solo coloca a México en una posición vulnerable, desestabiliza la confianza en nuestras instituciones y, sobre todo, genera incertidumbre donde debería haber certidumbre jurídica.
Quienes tenemos memoria económica inmediata no podemos evitar recordar otro episodio que marcó a la banca nacional: el Fobaproa. En ese entonces, el Estado mexicano tomó la decisión —criticada y costosa— de absorber los pasivos de los bancos para evitar un colapso del sistema financiero tras la crisis de 1994. A diferencia de lo que sucede hoy, esa intervención fue interna, respaldada por el Congreso, discutida —aunque polémica— y fundamentada en una lógica de contención del daño.
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La diferencia entre entonces y ahora no es menor. En los años noventa se buscó rescatar al sistema bancario nacional desde adentro, con herramientas legales, aunque con consecuencias sociales dolorosas. Hoy, lo que presenciamos es un intento de destrucción de reputaciones desde fuera, sin pruebas, sin debido proceso, y con consecuencias que podrían escalar sin que exista un camino claro de defensa.
El Gobierno mexicano debe actuar con firmeza. No se trata de minimizar el problema ni de entrar en un conflicto diplomático, pero sí de exigir pruebas, activar los mecanismos de revisión financiera binacional y garantizar que nuestras instituciones tengan la oportunidad de demostrar su integridad. Lo peor que podríamos hacer es asumir, sin más, que todo señalamiento del extranjero es cierto, sin cuestionar los intereses que hay detrás o la falta de reciprocidad cuando bancos en Estados Unidos han sido multados —pero no vetados— por lavado de dinero en proporciones históricas.
Nuestro sistema financiero no es perfecto, pero tampoco merece ser desmantelado por acusaciones sin sustento. Esta situación exige cabeza fría, transparencia total y una defensa institucional estratégica. Ya vivimos una vez las consecuencias de no actuar con claridad. Esta vez, no deberíamos permitir que el daño ocurra sin siquiera haber intentado evitarlo.
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