Durante mi primer módulo en la Maestría de Alta Dirección del IPADE, uno de los profesores nos dijo algo que se me quedó grabado: “Una empresa no crece más allá de la capacidad de aprendizaje de su gente”. No habló de talento. Habló de aprendizaje. En ese momento entendí algo que años de experiencia en medios y empresas no me habían dejado tan claro: el verdadero diferenciador no es cuán brillante es tu equipo… sino qué tanto está dispuesto a aprender.
En muchas empresas mexicanas —sobre todo en aquellas que han crecido rápido— existe la tentación de construir culturas que premian al “genio”. Al que resuelve todo solo, al que tiene “el perfil perfecto”. Pero esa cultura, aunque glamorosa, es frágil. Porque en el momento en que ese “genio” se equivoca o se estanca, no hay red que lo sostenga. Nadie sabe trabajar en equipo, nadie sabe adaptarse, nadie sabe aprender.
Vemos esto en muchos sectores: startups que se llenan de talento pero colapsan por su incapacidad de construir procesos colaborativos. Empresas familiares que premian la lealtad, pero castigan la curiosidad. O grandes corporativos que se vuelven rígidos y burocráticos por miedo a reconocer que aún hay mucho por descubrir.
Y es que en México nos cuesta trabajo reconciliarnos con la idea de que el aprendizaje implica incomodidad, implica decir “no sé”, cometer errores y pedir ayuda. Pero justo ahí, en esa vulnerabilidad, es donde una cultura sólida e innovadora puede florecer.
No se trata de negar el talento. Se trata de no idolatrarlo. Porque cuando una empresa pone el talento en un pedestal, ahoga todo lo demás: la colaboración, la mejora continua, el crecimiento colectivo.
Las empresas mexicanas que mejor navegan los tiempos de incertidumbre no son las que tienen a los mejores currículums en la mesa directiva. Son las que han hecho del aprendizaje una práctica diaria. Las que enseñan, escuchan y se adaptan.
Al final, el verdadero éxito no lo garantiza tener talento. Lo garantiza tener hambre de crecer juntos.